Aclaración, a modo de prólogo.
La aparición de lo inesperado cambia vidas y caracteres y la aparición de
un duende en el hogar es lo más inesperado de cuanto pueda pasar.
Hace dieciséis años vino hasta nosotros y llenó la casa de risas,
lágrimas y pequeñas aventuras. Nos tomó
de la mano y nos fue conduciendo por un mundo mágico del que he ido hablando en
otras páginas.
Ahora, que tan poco le falta para
hacerse oficialmente adulto y comienza a volar solo, ha decidido independizarse
del blog que compartía conmigo y contarnos sus historias sin sufrir interferencias
de otras personas u otros relatos.
Sin más preámbulos, me retiro a mi lugar y dejo que el duende nos lleve a
su reino.
UNA NOCHE CUALQUIERA
La barbilla apoyada en el dorso de la mano izquierda, que descansa sobre la
mesa. En la mano derecha una esponja oscila en un vaivén hipnótico y
tranquilizador.
Llaman la atención los ojos rasgados que miran con interés hacia la
ventana. Tras ella, unos pájaros picotean las cerezas: es posible que sea eso
lo que observa tan fijamente.
También puede ser que solo esté descansando un momento, tras el baile que
acaba de hacer. Al ritmo de la "Danza de las Horas" ha saltado,
realizado un par de arabesques (que
por poco no dan con él en el suelo), girado y casi flotado en el aire.
No es un gran bailarín, pero no lo hay más entregado. Sus coreografías, de propia
creación, adolecen de purismo pero tiene un toque algo salvaje que las dota de
vitalidad. De hecho preferiríamos que no fuesen tan "vivas", porque
tememos por la vida de los muebles, cuadros, libros e incluso de las lámparas.
Compensamos ese miedo con la alegría que produce ver la expresión de su
cara al danzar. Su rostro es la imagen del deleite combinado con la pasión, parece
que de repente no siente nada más que la melodía, como si la música hubiera
tomado posesión de cada poro de su cuerpo y fuera ella quien guiase sus pasos y
contorsiones. De vez en cuando ríe. Lo hace solo o en compañía, porque la
alegría le nace dentro y no depende de lo que ocurra a su alrededor, y su risa
es contagiosa, porque es la de aquellos que lo hacen al sentirse felices, sin más
motivo.
Mi corazón se llena de amor al mirarle y siento que mi bebé-duende está escondido tras esos ojitos.
De pronto parpadea, levanta la cabeza, se alza de la silla y sale disparado
hacia la escalera. Vuelve unos segundos después con una caja de cerillas en la
mano, exigiendo que encendamos fuegos artificiales.
Le quitamos las cerillas y pide una pizza. Contestamos que ya cenó hace un
rato y que es hora de irse a la cama. Dice que necesita cinco minutos y se
abalanza sobre el ordenador, para intentar conectarse a You Tube. Nos negamos e
insistimos en lo de la cama. Asegura que ni se va a ir a dormir, ni se
cepillará los dientes hasta que no le demos una galleta por lo menos. Nueva
negación, al tiempo que nos retiramos dándole las buenas noches. Gritos
llamándonos para que le acompañemos a cepillarse los dientes. Cepillado, paseo
hasta la cama, besos de buenas noches...
Casi las dos de la mañana. Se ha dormido tras beberse medio litro de té
frío, cambiar un sillón y una mesa de sitio, escuchar la programación nocturna
de la radio, ir a la cocina en un par de ocasiones a buscar galletas y comentarse a sí mismo varias veces que mañana saldremos todos
juntos a comer a una hamburguesería.
Definitivamente, mi duende sigue ahí. Es lo que tienen los duendes: nunca
crecen demasiado.
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